Un ave que vuela, un libro abierto

Domingos hay en que el caminante se acerca temprano a la marisma, antes de que el sol alcance altura y el calor apriete; la primavera eclosionó con fuerza semanas atrás y comienza a apreciarse  por la zona un paisanaje distinto; la proximidad del mar con sus playas kilométricas, cual muacín desde lo alto de un minarete, ejecuta la ritual llamada a la que responderán cientos de personas buscando el alivio del baño y la brisa marina.

 El caminante se adentra en la marisma y desciende hacia la orilla; la marea está baja y ha dejado al descubierto un suelo poroso y húmedo, inestable; en las proximidades crecen la sabina negra, el lentisco, la jara y el romero. Con sumo cuidado procura el caminante alcanzar alguna piedra donde poder sentarse y contemplar, escuchar y contemplar. Hay una alegre agitación en la marisma provocada por el vuelo constante de aves limícolas: chorlitejos, cigüeñuelas, andarríos, correlimos… Abre el caminante su mochila para extraer de ella la cámara y tomar algunas fotografías. A sus espaldas hay un talud. Sabe que algunas aves hacen su puesta en los taludes cercanos a los cursos fluviales así que no necesita sino aguardar, a ver qué sucede. Mimetizado con el entorno, no pasan muchos minutos hasta que aparecen algunas limícolas y entre las rocas hurgan en busca de sustento. Las aves limícolas son aves acuáticas con picos alargados y afilados que introducen en el lodo, en el limo, para extraer de él lombrices, gusanos marinos, pequeños crustáceos y moluscos.

La vida, piensa el caminante mientras se lía un cigarrillo, es una corriente de agua que fluye a veces armoniosa, turbulenta otras. Esa mañana transcurre desahogada; diríase un patio de colegio en los primeros días del curso. Algunas limícolas diminutas corretean desde el talud hasta el agua, chapotean en ella unos instantes y regresan al talud, temerosas aún de la recién estrenada intemperie. El caminante logra hacer algunas fotos de las limícolas, adultas y jóvenes, entre las piedras o correteando en la orilla. La luz es buena. Alguna capta con un diminuto gusano entre los picos. Le llaman la atención sus patas anisodáctilas, con tres dedos delanteros y uno trasero. A las aves, este dedo trasero, prensil, les permite aferrarse a las ramas. Alguien le dijo un día, recuerda, que el dedo pulgar con su función prensil había desempeñado un papel esencial en el desarrollo del ser humano, en tanto que le había permitido manejar, con fuerza, las herramientas.  Redirige su mirada, entonces, hacia sus manos y deja que navegue su mente por el mar de las asociaciones.

La yema de su dedo índice está algo amarillenta. Son muchos los cigarros que se lía, a pesar de las admoniciones que, sensatamente, le hace su cardióloga cada vez que la visita. Ese dedo acusador, ese dedo señalador, registrador de identidades irrepetibles, ese dedo que aprieta el gatillo o dibuja una sonrisa en el cristal empañado, ese dedo que aparta una lágrima de la mejilla propia o ajena, es también el dedo que humedecido pasa la página de un libro. El mismo asombro que le provoca al caminante el vuelo agitado de las limícolas sobre las aguas de la marisma, le provoca la sencilla máquina de ingeniería del libro: un fajo de papeles a veces precariamente unidos y un dedo humedecido que pasa las páginas. Cuánta belleza, cuánta sabiduría, cuánta memoria pacientemente almacenada en ese insignificante objeto. El caminante abandona la marisma sonriendo, reconfortado con la humildad de la existencia, cifrada aquella mañana en un par de elementos: un ave que vuela y un libro abierto.

                                                             David Collis Luque    21-01-2023

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