La mañana de primavera en que el caminante se entretuvo contemplando el vuelo de las golondrinas sobre las aguas de la marisma, sus repentinos y acrobáticos quiebros, sus fulminantes descensos, sus ascensos súbitos, sus veloces planeos …tuvo la impresión de que se hallaba ante unas aves extraordinarias. No dejaba de sorprenderle este pensamiento; al fin y al cabo la golondrina era un ave muy común, fácil de ver en ambientes urbanos y de encontrar en poemas y canciones infantiles. ¿De dónde procedía, entonces, esa admiración que había sorprendido al caminante aquella luminosa mañana de primavera? Tal vez residiera en sus recuerdos de juventud, cuando al regresar de la escuela se detenía a observar los nidos de golondrinas que colgaban de las cornisas de los edificios. Eran nidos fabricados pacientemente con bolitas de barro ensalivadas y paja que quedaban firmemente adosados al ángulo elegido y que, conforme iban creciendo, adquirían una forma semiesférica con una apertura en la parte superior. Estas primorosas construcciones quedaban orientadas hacia el sur y eran reutilizadas año tras año, una vez realizadas las oportunas reparaciones. Tal vez la fuente de su asombro residiera en la certeza de que esas grandes migradoras regresarían del continente africano una vez pasados los fríos del invierno. Quizás no fuera asombro y fuera sencillamente la necesidad de sentirse seguro en la sucesión de unos pocos acontecimientos de la vida, como lo era el regreso de las golondrinas en primavera.
Una mañana el caminante pasó un largo rato observando a una golondrina que había descendido a una pequeña charca de la marisma para beber, antes de reiniciar sus acrobáticos vuelos. Tenía un pico corto, plano y negro. Entreverado en sus oscuras alas, largas y afiladas, asomaba un hermoso azul metálico; las plumas de la garganta eran rojizas, así como las de la frente. La parte inferior estaba cubierta por plumas de color ocre. Cuando se echó a volar pudo contemplar la forma ahorquillada de su cola. A veces el caminante tenía dificultad para diferenciar el vuelo de las golondrinas del de otras aves mosquiteras, como los vencejos o los aviones. Las golondrinas tenían la cola más larga y abierta, muy diferente de la del avión, corta y cerrada. Las alas del vencejo, por otro lado, tenían una forma curvada similar a la de un boomerang y fácilmente identificable. Aun así el caminante no se veía capaz de diferenciarlas y, en honor a la verdad, tampoco sentía la necesidad de hacerlo. Le bastaba con observarlas, disfrutar de sus vuelos y confiar en su regreso una vez desaparecieran a finales del verano. Ya no serían las mismas golondrinas, se decía el caminante, como tampoco sería él la misma persona. ¿Retornó, acaso, alguna vez ese jovencito que, durante el camino de regreso a casa desde la escuela, se detenía a contemplar los nidos de las golondrinas que colgaban de los edificios? ¿Cuánto de ilusorio había en nuestros recuerdos? ¿Cuánto de ingenuidad en la creencia de que permaneceremos?
Cuando el caminante regresó de la marisma descargó en su ordenador personal las fotografías que había hecho aquella mañana, las clasificó minuciosamente, nombrándolas con una fecha y un lugar, y cerró una carpeta que poco a poco se iba pareciendo a esos tableros donde los entomólogos clavan a las mariposas con alfileres de cabeza negra. Qué hermosa pretensión la del retorno, masculló el caminante mientras hundía el alfiler en el corcho ensangrentado de la existencia.