El ave está en usted

Tiene el caminante querencia por la zona de confort que le ofrece la rutina y procura dar sus paseos a horas parecidas. Se desveló, no obstante, una noche y aún no había roto la amanecida cuando llegó a la marisma. Distanciado del grupo encontró a un flamenco joven, a un flamenco inmaduro cuyo plumaje, de color pardo grisáceo, aún no había acumulado la hermosa pigmentación rosada que les era característica cuando se hacían adultos. Tiene un aspecto algo desvalido, pensó el caminante, que no estaba acostumbrado a encontrar ejemplares aislados de flamencos pues estas eran aves gregarias que solían desplazarse por la marisma en grupo. Sabía el caminante que el dimorfismo sexual de algunas aves, como el de las ánades reales o las tarabillas comunes que había tenido ocasión de fotografiar recientemente, permitía a los machos lucir plumajes vistosos durante los rituales de apareamiento, en los que entraba en directa competencia con otros machos; por el contrario, el tono más apagado del plumaje de las hembras les permitía a estas quedar menos expuestas a los potenciales depredadores durante la incubación y cuidado de los pollos. En los flamencos no tenía lugar ese dimorfismo sexual y el tiempo se encargaría de completar la paleta de colores sobre el lienzo del plumaje tanto de los machos como de las hembras.

                Mantenía el caminante una extraña relación con el tiempo, a quien a veces consideraba un tahúr de quien desconfiar, a veces un artista de callado trabajo. Alguien le había contado en una ocasión la leyenda del crecimiento del bambú, planta que tardaba tanto en germinar que podía llevar a pensar a quien la regaba día tras día que se estaba enfrentando a una tarea baldía  y que la planta había muerto; hasta que un día brotaba y se elevaba hacia el cielo con una velocidad y fortaleza inusitadas. Durante todo ese tiempo, le comentaron al caminante, la planta, sencillamente, había estado creciendo por dentro. Con este pensamiento mitigó el caminante la preocupación que le había suscitado el encuentro con ese joven flamenco de aspecto desvalido y solitario aquella mañana; el paso del tiempo haría de él un adulto fuerte y hermoso, cabalgando sobre el aire de la marisma con su estandarte rosado, junto a los otros flamencos. Solo había que dejar que el tiempo realizara su trabajo, pensó.

                Abandonó el caminante la marisma cuando el sol comenzaba a elevarse por el este. Con pausados movimientos, los flamencos se habían ido desplazando hacia el interior de la marisma; también el pequeño, que felizmente se había unido al grupo. Regresaba contento, llevaba en su mochila algunas fotografías de interés y la imagen de ese pequeño flamenco que por unos minutos le había suscitado tanta ternura no exenta de preocupación. Sabía el caminante que de algún modo esa ave le había removido algo en su interior, en las galerías del alma por donde aún transitaba su yo niño. Recordó unos versos de Emily Dickinson : El ave está en el árbol/ me indica algún escéptico. / No señor: ¡en usted! 

                                                                                            

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