El vuelo de la lavandera

                     Lleva en su nombre la ligereza del papel y el aire fresco de la marisma, pensó el caminante segundos antes de pulsar el obturador de la cámara. De diminuto tamaño, la lavandera se hallaba posada sobre un poste de madera a pie de un terreno donde era frecuente encontrar ganado vacuno, en las proximidades de la marisma. Lucía una cola larga ligeramente abierta en horquilla, el pecho amarillo y el dorso de un verde oliva; tenía la cabeza cubierta por un gris azulado con franjas blancas y rematada por un pico corto e intensamente negro. En algunas ocasiones la había visto picoteando por los pastizales, buscando bajo la hierba pequeños caracoles e invertebrados. Desconocía el caminante si la lavandera era un ave residente en la marisma durante todo el año o, como había leído en algún lugar, era un ave migratoria que, procedente del norte de Europa, volaba a África para invernar. La mañana en que pudo fotografiarla, a finales de septiembre, el caminante no paraba de darle vueltas a un pensamiento que no llegaba a ser preocupación  pero que se iba cubriendo poco a poco de una capa de incertidumbre y que en el nombre del ave halló cobijo: la ligereza del papel.

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Estas palabras inaugurales de la novela de Dickens habían acompañado al caminante desde que las leyera en su juventud y le acompañaban esa tarde en su regreso de la marisma; tenía la impresión de que, de algún modo, vivía un tiempo parecido, un tiempo en que el ser humano se hallaba ante el declive de una civilización y la inauguración de otra, diríase un tiempo en que las aves residentes habían emprendido vuelo migratorio hacia fronteras desconocidas. No era el caminante aficionado a lo apocalíptico; bien al contrario, considerábase un impenitente cultivador de la curiosidad, un formulador de preguntas sin ánimo de encontrar respuestas inmediatas. La escritura, tal como él la conociera desde que fuera niño, la escritura trazada por un lápiz sobre un papel, la escritura asociada al olor penetrante de la goma de borrar podría estar penetrando en un tiempo de extinción, o no. Tal vez despertara una mañana convertida en un extraño insecto de vientre abultado, una escritura que difícilmente conseguiría reconocerse a sí misma, leerse a sí misma. Siempre entendió el caminante que lectura y escritura eran las dos caras de una misma moneda, una colección de signos atesorados en los libros por el ser humano desde tiempo remotos. Tenía el caminante la impresión de que para las nuevas generaciones lectura y escritura eran otra cosa o al menos de que hacían uso de ella de otra manera, con negligente indiferencia. Eran jóvenes que ya no necesitaban encontrar el argumento de autoridad, magister dixit, en un documento escrito y conservado en un libro; a su alcance tenían un edificio tecnológico tan poderoso en su altura como vulnerable en sus bases. La inmediatez, se dijo el caminante, quien tan acostumbrado estaba a pasar el tiempo pacientemente a las espera del ave que se pusiera al alcance de  objetivo de su cámara, con similar percepción del tiempo que debían tener, en los scriptorium de los monasterios y abadías medievales, los monjes copistas encargados de mantener el legado escrito de la Antigüedad. Tiempo y silencio del pasado frente al ruido y la inmediatez del presente.

Tal vez no fuera el mejor de los tiempos, con seguridad tampoco el peor de los tiempos. Las lavanderas seguían portando en su vuelo la firme ligereza del papel y acudían todas las tardes a un mismo dormidero donde se reunían para pasar la noche. En la mente del caminante parecía resonar entonces el sonido de las campanas de una abadía medieval; era el toque de queda o toque de ánimas, la apertura de un tiempo de descanso y silencio para soñar que los trazos escritos sobre el papel seguirían estando allí a la mañana siguiente, cuando despertara de un mal sueño,  como lo que siempre fueron, un testimonio incuestionable del progreso de la humanidad.

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