El incendio de los crepúsculos

                                                                                          A Francisco Basallote Muñoz, in memoriam

Acostumbra el caminante, cuando regresa de la marisma, a descansar durante unos minutos bajo la sombra de un mismo árbol, un viejo pino carrasco de aspecto un tanto desvalido; en ocasiones busca asiento en el suelo y apoya la espalda en el tronco del árbol, cierra los ojos  y  entra en un reparador duermevela, entregado a la escucha de las aves cercanas, los graznidos de los flamencos que no lejos de allí buscan comida en el fondo de las aguas de la marisma, filtrando con sus picos el lodo donde encontrarán pequeños crustáceos; los agudos chillidos de las cigüeñuelas, los incansables silbidos de las limícolas…

Advirtió una tarde, conforme se aproximaba al árbol, un trino agudo y breve procedente del pino. En sus ramas había una pareja de tarabillas. Sabía el caminante que las tarabillas toleraban con cierta facilidad la cercanía de los humanos, así que pudo pasar unos minutos contemplándolas y fotografiándolas antes de que echaran a volar. Nunca las había fotografiado juntas; rara vez al macho, de cabeza negra y hermoso plumaje anaranjado en el pecho; con más frecuencia había logrado fotografiar a la hembra, de tonos pardos. Fascinaban al caminante esos instantes de plena y emocionante contemplación, instantes en los que el yo cedía terreno al ojo que observa, un ojo con plena conciencia de lo que le rodea durante unos instantes que se corporizaban con la poderosa luminosidad del cristal, un tiempo efímero de emoción y contemplación.

Recordaba el caminante una breve conversación que mantuvo con una bióloga, en una ocasión. Habían estado comiendo en casa de unos amigos comunes y, a punto de subir a los coches, un gorrión se posó brevemente en un arbusto que tenían delante. Sabes lo que me fascina, le dijo, señalando al pajarillo, pensar en todo lo que ha tenido que suceder previamente hasta llegar a este instante en que ese pajarillo se posa, durante unos segundos, en esa rama. La amiga le sonrió y le respondió, antes de subir al coche: Bienvenido a la evolución.

Abandona el caminante la marisma muy avanzada la tarde; el sol comienza a teñir de naranja las aguas y los flamencos, en bandada, emprenden el vuelo rosado hacia el crepúsculo. Resuenan en el interior del caminante los versos de un querido poeta, a quien leyó y conoció tiempo atrás, un poeta que escribía haikus con extremada delicadeza, mientras caminaba por los senderos del bosque:

                                                      Sobre los árboles/ El rojo del incendio/ De los crepúsculos.

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