Del derecho y del revés

Las piernas del caminante difícilmente encuentran acomodo en el estrecho espacio que suele haber entre una fila y otra de butacas de cualquier sala de teatro, de manera que él procura buscar asiento en los extremos, para poder sacarlas/desplegarlas por el pasillo, como si fueran las alas dañadas de una paloma. Reparte entonces su atención entre lo que ocurre en el escenario y lo que ocurre en el pasillo, temeroso de que alguien tropiece con sus piernas y acabe de bruces en el suelo. Pero esa noche la guitarra de siete cuerdas que suena en el escenario lo mantiene absorto desde los primeros acordes, no puede apartar la vista de esos dedos que recorren el mástil de la guitarra como si fueran una mantis religiosa que diligentemente devorara una polilla, una mosca, un saltamontes…Lo que devoran esos dedos es la percepción de la realidad misma; no la devoran, la depuran, dejando en los asistentes una sensación de gratitud infinita. Horas después el caminante tuvo ocasión de saludar al músico brasileño, era una de las ventajas de vivir en una población pequeña. Obrigado pelo concerto desta noite, le dijo, sua música nos fez voar como pássaros celestiais.

Al día siguiente, el caminante anduvo por las proximidades de unos humedales donde se cultivaba el arroz; conocía bien el sitio, había paseado por allí en numerosas ocasiones  y el frescor de las aguas insuflaba en él una balsámica sensación de bienestar; allí había fotografiado garcetas, cigüeñuelas, moritos…pero aquella mañana, entre la vegetación palustre, le había parecido ver unas gallinas. A sabiendas de que eso era altamente improbable, por no decir absurdo, buscó un lugar donde sentarse y aguardar, oculto entre los carrizos. Primero fue un suave trompeteo, apenas perceptible. A continuación, un chapoteo en las aguas de la orilla, entre las cañas. Delante de él tenía un calamón común, una de las aves más curiosas que había observado nunca; parecía una gallina, en efecto, pero tenía un pico grande, de forma triangular, grueso y rojo que se prolongaba hasta la altura del ojo en una especie de placa o escudete rojizo. Su plumaje era azul oscuro, purpúreo, con un brillo turquesa en garganta y cuello; tenía unas patas de un rojo intenso terminadas en unos larguísimos dedos. El caminante hizo algunas fotografías  y luego echó mano de los prismáticos. Le llamaba la atención su manera de desplazarse, como si pisara el agua; trajo a su memoria esa imagen que todo niño retiene en sus retinas, cuando saltar sobre los charcos se convertía en toda una celebración en días de lluvia. De repente el calamón se detuvo, quebró con sus patas una de las plantas acuáticas y con inusitada destreza manejó con sus dedos el tallo quebrado, extrayendo de sus médulas el alimento. El caminante no salía de su asombro; le maravillaba la capacidad prensil de los dedos del calamón, así como el uso que le daba a sus afiladas uñas. Hay en sus movimientos algo de humano, pensó el caminante. Como había en las manos del guitarrista algo de divino. Tenía el caminante la impresión de que la existencia, cualquier existencia, se reducía a un mínimo común, tan sencillo como complejo,tan asombroso como básico, tan evidente como misterioso. En fin, la vida, se dijo mientras emprendía el camino de vuelta casa. A veces un guitarrista de Brasil, a veces un calamón de los humedales. Siempre el pulso vital. Del derecho y del revés.

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