Se dice el caminante que la emoción es una traviesa paseriforme que en ocasiones le asalta en el camino, juguetea momentáneamente con él y desaparece, dejando en su alma un poso de alegría. Esa emoción suele llegar de la mano del asombro y entonces ambos, emoción y asombro, liberan bruscamente una energía, a modo de resorte, para desplazar al caminante, como si de un peso muerto se tratara, a un lugar donde nunca estuvo y desde donde, tal vez, jamás regrese.
Sucedió así una tarde de finales de agosto en que el levante azotaba con desmedida fuerza la costa del Estrecho. El caminante había salido a pasear para aliviar el aturdimiento en que lo tenían sumido el viento y el calor. Con ese tiempo, a pesar de que llevaba las cámaras y los prismáticos, no esperaba encontrar muchos pájaros en las proximidades de la laguna; por eso le sorprendió ver, repartida por los campos de labranza, una inusitada cantidad de aves esa tarde; estaban todas ellas en el suelo, inmóviles, mimetizadas con los terrones de tierra parda, compacta y seca del período estival. Se detuvo a observarlas con los prismáticos. Parecían aves rapaces de tamaño medio. Tenían una cabeza pequeña de plumaje grisáceo y pico corto, robusto y ligeramente curvado. Las plumas del cuerpo eran de un marrón oscuro, con una fuerte escamación blanca. Algunas de ellas se echaron a volar, a pesar de lo intempestivo del viento, desplegando unas alas largas rematadas en los extremos por unas plumas remeras abiertas como dedos. Planeaban dificultosamente en el aire durante unos instantes y volvían a posarse en la tierra. El caminante aprovechó para hacer algunas fotografías y regresó a casa, aún emocionado por ese inesperado encuentro. Eran aves que él nunca había visto por allí, y aún menos en una cantidad tan sorprendente. Antes de que finalizara el día, realizó un par de llamadas a amigos pajareros de la zona. Uno de ellos le comentó que se trataba de milanos negros, que estaban aguardando a que amainara el levante para cruzar el Estrecho y continuar su migración hacia África.
Esa noche le costó al caminante conciliar el sueño. Se sentía tan agradecido a esos encuentros que le deparaban las aves, a esas enseñanzas que recibía de ellas… Pensaba en los milanos negros, aguardando pacientemente a que amainara el temporal de levante para continuar su viaje. Qué lección de vida tan sencilla. Encendió un cigarrillo y buscó en su biblioteca un librito de Rachel Carson, El sentido del asombro, al que recurría de vez en cuando, buscando respuestas. El asombro provoca lanzarse a descubrir un mundo porque fascina y al tiempo se percibe como algo que no es ajeno. Así era, la presencia de esos milanos negros habían asombrado al caminante aquella tarde con la intensidad de un niño, le habían hecho sentir que el mundo no le era ajeno, bien al contrario, era un espacio compartido, emocionante y asombroso. Un mundo en el que a veces era necesario aguardar pacientemente a que amainara el temporal de levante para continuar el viaje.