La tarde en que el caminante tuvo un encuentro con la cigüeña negra había ido a la laguna para fotografiar garzas reales. Estaba habituado a verlas por la zona, en la marisma, en los arrozales, sobre las copas de los árboles próximos a los humedales…Ocasionalmente las había encontrado en mitad de un bando de flamencos o junto a otras ardeidas, como las garcetas; pero lo frecuente era encontrarlas solas, próximas a la vegetación lacustre de las riberas. Tenían un largo, afilado y potente pico de tonalidad rojiza. En alguna ocasión el caminante había contemplado cómo, con un brusco y veloz movimiento de cabeza introducían el pico en el agua para capturar alguna incauta presa, pero lo normal era que, como hacían las limícolas, lo introdujeran en la orilla para remover el fondo y alimentarse de lombrices, crustáceos, moluscos…Al caminante le gustaba encontrarlas quietas y agazapadas en algún lugar; podía entonces entregarse a la contemplación de su figura estilizada, sus largas patas, la tonalidad cenicienta de su plumaje, que contrastaba con el cuello blanco y las líneas de un intenso negro en la cabeza y en la cola. Procuraba fotografiarlas cuando sobrevolaban los canales de la laguna: admiraba el batir lento de sus alas arqueadas, el cuello retraído y la línea recta de sus patas. Eran aves de una extraordinaria envergadura y su vuelo, próximo al agua, resultaba elegante y señorial. Llamaba la atención del caminante la curiosa jerarquía que conformaba la denominación de las ardeidas: garcilla, garceta, garceta grande, garza real, garza imperial.
Aquella tarde el caminante había estado fotografiando garzas reales, que era el objetivo con que se había acercado a la laguna acompañado de un amigo. Y fue este quien, señalando a una torre de luz que había a unos metros de distancia, le preguntó: Qué es ese pájaro negro que hay allí. Delante de ellos tenían, sobre la torreta, un ejemplar solitario de cigüeña negra. Las patas y el pico eran de un rojo no muy intenso, anaranjado, un color que se extendía alrededor de los ojos, a modo de antifaz. Tenía el vientre blanco y el resto del cuerpo, como indicaba su nombre, negro. En el cuello y la cabeza presentaba unas llamativas irisaciones, de color verdoso. Debía de ser un ejemplar adulto, había leído en algún lugar que los jóvenes presentaban un plumaje marrón oscuro con menos irisaciones. Al caminante, en esos momentos, le pareció el ejemplar más hermoso del mundo; por su quietud, por su inusitada presencia, por ser la respuesta a una pregunta que le fue formulada meses atrás, una mañana en que una señora menuda y bajita y con unos ojos chispeantes tras los cristales gruesos de unas gafas de montura verde se le acercó para preguntarle, en portugués, si había visto por allí una cigüeña negra. Entonces el caminante jamás la había visto y quedó un poco sorprendido por la pregunta. Ahora ya sí podía afirmar que la había visto, y que la había conseguido fotografiar, gracias a un encuentro casual mientras andaba buscando otra cosa. Y con esa satisfacción inició el camino de vuelta a casa.
A diferencia de otras tardes, cuando llegó a casa el caminante no consultó una guía de aves sino un diccionario etimológico y un par de diccionarios enciclopédicos. Conoció entonces que el término serendipia (Serendipity en Inglés) tenía su origen en un antiguo cuento tradicional persa titulado Los tres príncipes de Serendip. De alguna forma sentía que su encuentro afortunado con la cigüeña negra aquella tarde se había obrado como una suerte de serendipia, un hallazgo afortunado y casual mientras andaba buscando a las garzas reales. El azar o la fortuna, pensó el caminante, ese tipo de causalidades cuyas reglas desconocemos.